El nino sin nombre: la lucha de un ni o sobrevivir

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Author: Dave Pelzer

ISBN-10: 0757301363

ISBN-13: 9780757301360

Category: Patient Narratives

“El niño perdido destaca como el libro más importante sobre la dedicación y el afecto únicos que los servicios sociales y las familias de acogida proporcionan a nuestros niños en peligro. Dave Pelzer es ciertamente un testamento vivo de persistencia, de responsabilidad personal y del triunfo del espíritu humano”.\ —John Bradshaw\ autor de los éxitos editorials, Bradshaw On: The Family, Homecoming y Family Secrets\ Imagínese un muchacho que nunca ha tenido un hogar. Sus únicas posesiones son...

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This book chronicles the unforgettable account of one of the most severe child abuse cases in California history. It is the story of Dave Pelzer, who was brutally beaten and starved by his emotionally unstable, alcoholic mother: a mother who played tortuous, unpredictable games--games that left him nearly dead. He had to learn how to play his mother's games in order to survive because she no longer considered him a son, but a slave; and no longer a boy, but an "it."Dave's bed was an old army cot in the basement, and his clothes were torn and raunchy. When his mother allowed him the luxury of food, it was nothing more than spoiled scraps that even the dogs refused to eat. The outside world knew nothing of his living nightmare. He had nothing or no one to turn to, but his dreams kept him alive--dreams of someone taking care of him, loving him and calling him their son.

Capitulo\ \ La huida\ aly City, California, verano de 1970.\ Estoy solo. Tengo hambre y tiemblo en la oscuridad. Estoy sentado con las manos bajo los muslos, en las escaleras del sótano. Tengo la cabeza echada hacia atrás. Hace horas que se me durmieron las manos. El cuello y los músculos de los hombros me duelen mucho, pero eso no es ninguna novedad: he aprendido a controlar el dolor.\ Soy el prisionero de mi madre.\ Tengo nueve años y llevo años viviendo así. Cada día lo mismo. Me despierto en un camastro del ejército que hay en el sótano, hago las tareas de la casa y, si tengo suerte, puedo desayunar lo que mis hermanos han dejado. Voy al colegio, robo algo de comida, vuelvo a casa y me obligan a vomitar en el inodoro para demostrar que no he cometido el crimen de robar comida.\ Mi madre me da una paliza o me somete a alguno de sus crueles 'juegos', hago más tareas caseras, me siento al final de las escaleras y espero a que me avisen para acabar mis tareas. Entonces, si he acabado las tareas a tiempo y no he cometido ningún 'crimen', quizás me den algo de comer.\ Mi día se acaba cuando mi madre me da permiso para irme a dormir al camastro, donde me encojo para retener el calor del cuerpo. Dormir es el único placer de mi vida. El único momento en que puedo escapar de mi vida. Me gusta soñar.\ Los fines de semana son peores. Sin colegio, hay menos comida y paso más tiempo en casa. Lo único que puedo hacer es imaginarme lejos de casa, en cualquier lugar, donde sea. Llevo años siendo la oveja negra de la familia, me recuerdo siempre metido en líos y castigado. Al principio pensaba que era un niño malo; después pensé que mi madre estaba enferma porque se comportaba de otra forma cuando mis hermanos no estaban y papá había ido a trabajar, pero de alguna ma­nera siempre supe que mi madre y yo teníamos una relación especial. También me di cuenta de que, por algún motivo, yo era el único objetivo de la rabia incontrolada y el placer enfermizo de mi madre.\ No tengo casa. No tengo familia. Dentro de mí siento que no merezco que me quieran, que se preocupen por mí o que me consideren un ser humano. Soy un niño sin nombre.\ Estoy solo.\ Arriba empieza la discusión. Son las cuatro pasadas, de manera que mis padres deben estar borrachos. Empiezan los gritos: primero los insultos, después las palabrotas. No pasa ni un minuto antes de que empiecen a hablar de mí. Siempre lo hacen. El sonido de la voz de mi madre me revuelve el estómago: —¿Qué quieres decir con eso?— le grita a mi padre, Stephen. —¿Te parece que trato mal 'al niño'? ¿Eh?—. Entonces su voz se vuelve helada. Me la imagino señalando a mi padre con el dedo. —Escúchame bien. No tienes ni idea de cómo es 'ese niño'. Si te parece que lo trato mal, pues que se vaya a vivir a otra parte.\ Me imagino a mi padre, quien a pesar de los años que han pasado aún trata de defenderme en cierta forma, haciendo girar los cubitos de hielo del vaso.\ —Cálmate— empieza —lo único que quiero decir es, bueno, ningún niño merece vivir así. Por Dios, Roerva, tratas a los perros mejor que al niño.\ La discusión sube de tono. Mi madre estrella el vaso contra el mármol de la cocina. Papá se ha pasado de la raya. Nadie le dice a mi madre lo que tiene que hacer. Tendré que pagar por esto. No tardará mucho en decirme que suba. Me voy preparando. Incluso saco las manos de debajo del trasero, pero no del todo: a veces viene a controlarme. Sé que no puedo mover ni un pelo sin su permiso.\ Me siento muy pequeño. Sólo me gustaría poder...\ Mi madre abre la puerta del sótano sin avisar. —¡Tú!— me chilla. —¡Sube aquí ahora mismo!\ Subo las escaleras de un tirón. Espero a que me dé permiso antes de abrir la puerta. Sin decir nada, me acerco a mi madre y espero órdenes.\ Vamos a jugar a los buenos modales. Tengo que quedarme quieto, a un metro de ella, con las manos pegadas a las piernas, la cabeza inclinada en un ángulo de 45 grados y la vista baja. Cuando me dé la primera orden, tengo que levantar los ojos por encima del busto, pero no puedo mirarla a la cara. A la segunda orden, tengo que mirarla a los ojos, pero en ningún caso puedo hablar, respirar o mover un solo músculo, a menos que ella me dé permiso para hacerlo. Mi madre y yo hemos jugado a este juego desde que tenía siete años, de manera que se ha convertido en algo rutinario dentro de mi absurda existencia.\ De repente, mi madre se acerca y me agarra la oreja derecha. Sin querer, me encojo. Con la mano que le queda libre, mi madre me castiga con una sonora bofetada. Su mano es sólo una sombra hasta que me alcanza la cara. No veo demasiado bien sin gafas y, como hoy no hay colegio, no me dejan llevarlas. Me duele la mejilla. —¿Quién te ha dicho que te muevas?— me dice socarrona. Tengo los ojos abiertos, fijos en una mancha de la alfombra. Mi madre me observa antes de arrastrarme de la oreja hasta la puerta principal.\ —¡Voltéate!— me grita. —¡Mírame!—. Pero hago trampas. Por el rabillo del ojo miro a papá. Bebe un sorbo del vaso. Sus hombros, antes fuertes, ahora están caídos. Su trabajo como bombero en San Francisco, la bebida y la relación con mi madre le han pasado la factura. El que fuera mi héroe, conocido por sus esfuerzos rescatando niños de edificios en llamas, es ahora un hombre derrotado. Bebe otro sorbo antes de que mi madre empiece de nuevo: —Tu padre opina que te trato mal. Bueno, ¿y tú qué opinas? ¿Eh? ¿Qué opinas?\ Me tiemblan los labios. Por un momento no sé lo que se supone que debo decir. Mi madre debe saberlo y estará disfrutando el 'juego'. Sea como sea, estoy perdido. Me siento como un insecto al que van a aplastar. Abro la boca; la tengo seca, con los labios pegados. Tartamudeo.\ Antes de que pueda decir una palabra, mi madre me retuerce la oreja, que siento como si ardiera. —¡Que te calles! ¡Nadie te ha dado permiso para hablar! ¿O sí? ¿Eh?— me chilla.\ Busco a papá con la vista. Unos segundos más tarde, al parecer se apiada de mí. —Roerva— dice —esa no es manera de tratar al niño.\ Me quedo rígido y mi madre me retuerce de nuevo la oreja, pero esta vez mantiene la presión, lo que me obliga a ponerme de puntillas. Mi madre se ha puesto roja como un tomate. —¿Así que le trato mal? Yo... —. Se señala el pecho con el dedo y continúa: —Lo que me faltaba. Stephen. Si crees que lo trato mal, bueno, ¡pues que se vaya de mi casa!\ Estiro las piernas y el tronco para estar un poco más alto, preparado para cuando mi madre vuelva a tirar de las orejas. De repente me suelta y abre la puerta. —¡Fuera!— grita. —¡Fuera de mi casa! ¡Me disgustas! ¡No te quiero ni ver! ¡Nunca te he querido! ¡Vete de mi casa de una puñetera vez!\ Me quedo petrificado. Nunca hemos jugado a esto. La cabeza me da vueltas pensando qué será lo que quiere mi madre. Tengo que pensar rápido si quiero sobrevivir. Papá se planta frente a mí. —¡No!— dice. —¡Ya basta! Se acabó, Roerva. Para. Deja en paz al niño.\ Mi madre se interpone entre papá y yo. —¿No?— pregunta con voz sarcástica. —¿Cuántas veces me has dicho lo que tengo que hacer con el niño? Que si el niño esto, que si aquello. El niño, el niño, el niño. ¿Cuántas veces, Stephen?—. Se acerca y le toca el hombro, como si le pidiera un favor; como diciéndole que sus vidas pudieran ser mucho mejores si yo no viviera con ellos, si yo no existiera.\ Dentro de la cabeza me explota una idea: —¡Claro! ¡Ahora me doy cuenta!\ Sin pensarlo dos veces, papá la interrumpe. —¡No!— repite en voz baja. —¡Esto está mal!— agrega, mientras me señala con la mano. Por su voz me doy cuenta de que no le queda fuerza. Está a punto de llorar. Me mira y sacude la cabeza antes de mirar a mi madre. —¿Dónde va a vivir? ¿Quién se ocupará de...?\ —Stephen, ¿no lo entiendes? ¿No lo entiendes? Me importa una mierda lo que le pase. El niño me importa una mierda.\ La puerta se abre. Mi madre sonríe mientras sostiene el picaporte. —Bien, de acuerdo. Que decida el niño—. Se agacha, la tengo a dos dedos de la cara. Le apesta el aliento a alcohol. Tiene la mirada fría y llena de odio. Ojalá pudiera salir corriendo, volverme al sótano. Con voz grave, mi madre dice: —Si te parece que te trato tan mal, puedes largarte.\ Me muevo un poco y me arriesgo a mirar a papá. Él no me ve, está bebiendo. No sé qué pensar. No entiendo este juego. Entonces me doy cuenta de que no es un juego. Me cuesta unos segundos entender que ésta es mi oportunidad, mi ocasión de escapar. Llevo años queriendo escaparme, pero una fuerza invisible me impedía hacerlo. Pero esto es demasiado fácil. Quisiera mover las piernas, pero no me responden.\ —¿Entonces qué?— me chilla mi madre al oído. —Es tu decisión—. Parece como si el tiempo se hubiera parado. Con la mirada fija en el suelo, oigo a mi madre cuchichear: —No se irá. El niño no se largará nunca. No tiene cojones.\ Me siento temblar por dentro. Cierro los ojos y deseo estar lejos de allí. En mi mente me veo atra­vesando la puerta, y sonrío. Me muero de ganas de marcharme. Mientras más me imagino saliendo por la puerta, más siento una calidez que me va llenando el alma. De pronto, siento mi cuerpo moverse. Mis ojos se abren. Miro los tenis gastados. Mis pies están cruzando el umbral. —¡Dios mío!— pienso —¡no puedo creer que esté haciendo esto! —. De puro miedo, ya no me atrevo a parar.\ —Ya lo ves— proclama triunfal mi madre. —El niño lo ha hecho. Fue su decisión. No lo he obli­gado. Recuérdalo, Stephen. Que sepas que yo no lo he obligado a nada.\ ©2008.Dave Pelzer. All rights reserved. Reprinted from El Niño Perdido. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system or transmitted in any form or by any means, without the written permission of the publisher. Publisher: Health Communications, Inc., 3201 SW 15th Street , Deerfield Beach , FL 33442.